El paisaje desnudo
La obra de Paco Algaba (Madrid, 1968) transcurre desde sus inicios entre la búsqueda del alma del paisaje desnudo y la comunión entre el individuo y éste, esa máxima del XIX, que hoy, todavía hay a quien conmueve. Porque aunque Algaba, apenas esboce al individuo de manera literal en sus trabajos, el espacio que ha dejado, o que habitará, la huella de éste, queda en cada una de las miradas que el autor nos ofrece. Es, por tanto, ese continuo de paisajes solitarios, situados en el límite, de lo humano, de lo urbano, lo que nos enseña que la no presencia del individuo nos devuelve nuestra propia mirada, y en consecuencia nuestro propio conocimiento de lo que vemos.
Para observar el origen de ese devenir hacia la desnudez del paisaje nos tendríamos que remontar a obras como Geografía de la Memoria Extrema (1998) o El honor de las hormigas (2002) hasta llegar a su último trabajo Tomar posición (2013). En todas ellas el paisaje ya sea urbano o no, es el protagonista, porque Paco Algaba es un paisajista, y si me permiten utilizar de nuevo el siglo XIX como referencia, no como los impresionistas buscando la pregnancia del instante, de los rayos de luz atravesando inmensos cúmulos nimbos. No como el monje de Friedrich frente al mar. No congelando miradas en las primeras impresiones fotográficas.
No, nada de eso, el individuo de Algaba se encuentra de frente con el paisaje, urbano en el caso de El honor de las hormigas, de un carácter más bucólico en Geografía de la Memoria Extrema y deliberadamente limítrofe en Tomar posición. El individuo frente al paisaje, el paisaje frente al individuo, en tanto en cuanto, el concepto paisaje nos remite a la contemplación. Es en ella donde reside el kairos, el tiempo como inscripción de la vida, el ser humano en continuo devenir y que nos llevará de manera inexorable a una descomposición segura.
Es la mirada de Paco Algaba la que nos invita a la contemplación, la mirada y el detenimiento frente a lo que sucede en un edificio de pisos en el que un baile de sábanas blancas tendidas en el patio, esperan la paulatina transición entre el día y la noche. Trazando conversaciones con territorios desérticos que nos interrogan sobre nuestros orígenes, o como argumentaría Jean-Luc Godard sobre Lumière, en 1966, la búsqueda de lo extraordinario en lo ordinario. Todo queda grabado en la obra de Paco Algaba, esa imprimación del tiempo, en la que, aparentemente nada sucede, tan sólo la vida.
Cierto es que toda esa soledad reflejada en el paisaje nos muestra una visión, cuando menos, cruda de la existencia del ser humano. Pero siempre desde un lirismo y una plasticidad que el autor imprime en sus obras, constatando una querencia por el hecho fílmico, con un lenguaje mucho más cercano al cinematográfico que al videoarte, aunque sea dentro de esta disciplina donde Paco Algaba se ha posicionado durante esta última década.
En Interior. Día (2011), de una duración de poco más de ocho minutos, el tiempo se detiene cuando se entra en esa suerte de circo en la que nos encontramos. Rodeados de las cuatro estructuras, desnudas, despojadas de su revestimiento, que nos devuelven constantemente su luz ambarina. Y aunque el hilo narrativo es sumergido por un ritmo y una cadencia más poética, que nos permita descifrar lo que está por acontecer, encontramos un claro nexo entre las pantallas, observando, como éstas, están enfrentadas dos a dos en la sala. Los diálogos que se forman entre ellas nos cuenta, nos trasladan lo que está por llegar. Dos de las cuatro pantallas que encontramos en la videoinstalación, se encuentran una con la otra relatando el comienzo de viaje, el visitante se sitúa en el centro y es convocado a adentrarse en las naves, lugares a punto de desaparecer, intuyendo las paredes y las ventanas. Descubriendo un espacio amenazado por la propia naturaleza, que comienza a devorarlo.
El festín ha de llegar a su fin y al girar sobre sus pies el observador irrumpe en la desolación absoluta de las pantallas que cierran el conjunto, también enfrentadas. Así pues la nave que está a punto de perderse, a punto de perecer, de desaparecer, por la caída de un último pedazo, ¿de esperanza? puede. Conversa con su propia imagen tras el naufragio, de la nave ya no queda nada más que su esqueleto, es el fin.
Faulkner escribiría: “Entre el dolor y la nada elijo el dolor.” Paco Algaba no tiene duda sobre ello, entre la nada y el existir, siempre elegirá, existir, aunque este nos lleve irremediablemente al dolor que la existencia conlleva.
María Enfedaque Sancho